Me habían herido en el brazo izquierdo, y me sentía sediento; llevaba vagando por el maldito desierto tres días sin beber nada, y eso hacía que tuviera una sed tremenda.
De pronto vi a unos muchachos correr como posesos. Su corazón bombeaba sangre a una velocidad alarmante, y yo no pude resistirme a eso.
Desenvainé mi espada con la mano derecha, y me concentré con las pocas fuerzas que tenía; ataqué a la yugular de uno, y el otro me miró, aterrorizado.
A ese último le hinqué mis colmillos en algún punto del cuello que no recordaba bien. Lo abracé con fuerza para ahogarlo mientras gritaba de dolor. Me destrozó el tímpano.
Cayó muerto a mis pies. Ya me encontraba mejor, así que miré el cuerpo muerto del otro muchacho y le lamí la sangre que recorría su cuerpo.
Hice eso porque al otro no le quedaba sangre que lamer.